José María Iglesias Inzurruaga




Nació en México el 05 de enero de 1823. No conforme con la elección presidencial que favoreció a Lerdo de Tejeda. Su gobierno lo formó el 28 de noviembre de 1876. Pero como el movimiento no prosperó, salió para el extranjero el 17 de enero del siguiente año. Murió el 17 de diciembre de 1891.
José María Iglesias Inzurruaga (n. Ciudad de México, 5 de enero de 1823 - 17 de noviembre de 1891). Fue el 34° Presidente de Mexico. Político, jurista y escritor mexicano, llamado también Presidente Legalista, por su intento de llegar a la presidencia. Entre 1867 y 1871 fue ministro de Justicia, Hacienda y Gobernación con Juárez. Haciendo uso de un manifiesto declaró nula la reelección de Sebastián Lerdo de Tejada, a través de un manifiesto que él mismo se proclamó, en unión de sus más allegados, Presidente Constitucional el 26 de octubre de 1876.
Al estallar la rebelión de Tuxtepec, Iglesias desconoce a Sebastián Lerdo de Tejada en un decreto en el que declaraba su interinidad y se manifestaba en contra del gobierno lerdista por la reelección y el fraude en las votaciones de Lerdo, así que gobernó un tiempo en Salamanca gracias a la protección del gobernador de Guanajuato.
Con la entrada de Porfirio Díaz a el poder, fue perseguido por todo el país por desconocer el Plan de Tuxtepec, así que Iglesias huyó a Manzanillo, donde se embarcó hacia los Estados Unidos al ser derrotado por el General Díaz.
Murió en el barrio de Tacubaya, al poniente de la Ciudad de México el día 17 de noviembre de 1891.
Encontrar, transcribir y publicar hoy en día una obra inédita de José María Iglesias, esta figura central de la llamada "generación de la Reforma ", parece una cosa inaudita, casi inverosímil. Por más que José María Iglesias se haya refugiado en un profundo aislamiento, lejos de la vida política mexicana después de su regreso del exilio en los Estados Unidos, en octubre de 1877, es difícil creer que un hombre que dejó indicaciones precisas acerca de la publicación de algunos de los escritos que redactaría durante estos catorce años de retraimiento -entre 1877 y 1891, fecha de su fallecimiento- se haya desentendido completamente de un texto tan cuidadosamente pensado y redactado como El estudio de la historia. Sin duda manifestaciones como la segunda versión de la Cuestión presidencial, elaborada durante este mismo periodo, que saldría a la luz pública hasta 1892, un año después de la muerte de su autor o como su Autobiografía, editada al año siguiente, en 1893, tenían una mayor relevancia para la "vindicación personal" de don José María, pues contribuían a fijar, en el sentido que él deseaba, puntos controvertidos de su actuación política pasada, pero resulta difícil admitir que se olvidara de un texto tan evidentemente meditado como El estudio de la historia en el que vienen a resumirse tantas lecturas novedosas, cuyo mérito y originalidad en el ambiente mexicano de entonces no podían escapar a su perspicacia. Hacerlo es como desconocer las excepcionales facultades de análisis de las que este gran personaje liberal hizo gala en sus famosas Revistas históricas sobre la Intervención Francesa en México publicadas a lo largo de casi cuatro años entre 1862 y 1867. Es, asimismo, ningunear la fuerza de sus convicciones intelectuales relativas a la importancia de la historia como ciencia en plena evolución y conduce a pasar por alto su pragmatismo de político experimentado, que consideraba dicha ciencia como la clave de la previsión de los acontecimientos del futuro.
Existe pues una especie de incongruencia en la actitud de don José María frente a sus propios escritos que no checa con los rasgos esenciales de su personalidad, tan acorde con su formación de jurista, sistemático, preciso y congruente. Por un lado manifiesta una escrupulosidad rigurosa que lo conduce a demorar hasta después de su muerte la publicación de textos, escritos por él, que pudieran implicar a terceras personas en la vorágine de la opinión política, y por otro lado se acoge a una suerte de indolencia, una indiferencia ante el destino editorial de un escrito, digamos académico, lo cual parecería restar valor a sus obras de alcance general, por cierto más inocuas en su impacto inmediato que las anteriormente mencionadas, pero quizá menos coyunturales y de mayor profundidad.
De acuerdo con las fechas probables de redacción de El estudio de la historia, fijadas por la doctora Pi-Suñer al cabo de un minucioso examen que puso en juego tanto el examen interno de los textos como consideraciones externas a ellos, no podemos, siquiera, pensar que las páginas de El estudio de la historia, escritas hacia los años de 1885-1886 (p. 45-46) hayan sido las últimas redactadas por Iglesias, hipótesis que permitiría imaginar algún accidente de salud o un imperioso caso de fuerza mayor que hubiese forzado al autor a abandonar su tarea sin concluirla.
De hecho, como lo aclara con toda acuciosidad la doctora Pi-Suñer en su estudio preliminar, la reconstrucción del manuscrito de José María Iglesias ofreció dificultades, ligadas no se sabe bien a cuál de todas las etapas de su conservación, en la que el orden lógico de los folios se vio trastornado. Pero podemos inferir que se trata de un desorden antiguo, inicial quizá, puesto que el ingeniero Agustín Aragón que parece haber sido el primero en señalar la relevancia del ensayo sobre El estudio de la historia lo mencionaba ya como una obra inconclusa en 1923, en el curso de una velada celebrada con motivo del centésimo aniversario del nacimiento de José María Iglesias.
El dato es interesante no sólo porque la velada había sido organizada por la Escuela Positivista Mexicana, marcando que los seguidores del pensamiento positivista registraban a Iglesias como unos de los suyos, sino porque nos refiere a una fecha muy anterior a la de la donación que Fernando Iglesias Calderón, el hijo de don José María, hizo de su patrimonio a diversas instituciones oficiales hacia 1942, entre ellas al Archivo General de la Nación, adonde fueron a parar los papeles de familia -que incluían los manuscritos de su padre- y se encuentran hoy en un fondo particular, identificable con el nombre del donador.
Según las conclusiones a las que llegaron la doctora Pi-Suñer y el equipo de estudiantes y jóvenes investigadores reunidos en su seminario de la UNAM, existe un salto en la numeración de los capítulos que componen la obra, al parecer correspondiente a un capítulo iv, hoy faltante. A pesar de ello, y gracias al riguroso método expositivo adoptado por José María Iglesias que concibió cada uno de los capítulos como un universo cerrado, la lectura de la obra no pierde congruencia. Por este motivo la doctora Pi-Suñer y su equipo de trabajo -que merecen ser felicitados hoy por su atinada perseverancia- resolvieron continuar con el rescate de dicho texto cuyo valor era evidente, aun en estado incompleto.
Desde mi punto de vista, la larga demora que sufrió el rescate y la publicación del manuscrito de José María Iglesias, tras esperar 116 años los honores de la imprenta, tiene que ver con la clasificación de "apuntes escolares" que le fue aplicada en 1982 en la guía documental del Fondo Fernando Iglesias Calderón. Esta calificación no era tan errada si tomamos en cuenta la claridad y la progresión expositiva manifiestas en dicho documento y su afán por definir la historia como una ciencia en estado de continuo "perfeccionamiento". (La expresión es de Iglesias, p. 73, y la vuelve a utiliza reiteradamente.) El propósito demostrativo de este texto no puede ser ignorado y bien podría corresponder, como lo señala la doctora Pi-Suñer en sus comentarios, a una intención pedagógica.
Sin lugar a dudas nos encontramos ante un ensayo, un ejercicio reflexivo superior, que quizá fue escrito solamente para uso propio y no con fines directamente docentes, pero que nos ofrece un balance sobre el estado de una cuestión importante, relacionada con la vida de las sociedades humanas, con sus medios de conocimiento y con la imagen que éstas se construyen de su devenir en un momento dado. Desde luego que no se trata del tipo de escritos que se espera acostumbradamente de un personaje político, sino más bien de los que competen a un intelectual de altos vuelos.
De un político, en nuestras sociedades, se esperaría encontrar en forma manuscrita -es decir preservada de toda posibilidad de divulgación intempestiva- unas memorias, unos carnets de apuntes sobre los acontecimientos de su época, acaso un "diario, pero ciertamente no un ensayo sobre la filosofía de la historia o la preeminencia de la historia universal en la formación profesional del historiador.
Tengo para mí que fue este "prejuicio", en el sentido etimológico de la palabra, esta idea preconcebida, lo que explica verdaderamente la prolongación -iba a decir la perpetuación- del olvido propinado a este texto, "atípico" en el horizonte de lectura del público interesado en la figura de don José María Iglesias. Fue necesaria la aparición de historiadores más sensibilizados a las cuestiones culturales, no tan aferrados a una concepción demasiado compartimentada de la historia para que se reconozcan los méritos del escrito de Iglesias, a pesar de su naturaleza trunca, y que se tome la decisión de rescatarlo y de publicarlo. Esta decisión implicó una suma de esfuerzos considerables, en la cual halló una oportuna demostración la entusiasta defensa que hace don José María Iglesias en su obra "del gran principio de la división del trabajo" visto como el motor principal para realizar las tareas historiográficas modernas, a falta de una genialidad -dice él- "siempre parcamente distribuida entre los humanos" (p. 202).
Desde luego la doctora Pi-Suñer nunca quedó aislada ni por el trabajo de sus estudiantes, que supo dirigir minuciosamente, ni en su apreciación del interés del material considerado, pues hubo figuras universitarias de envergadura para valorarlo: la del doctor Ernesto Lemoine y Villicaña, quien conoció en su momento aquel manuscrito y lo creía merecedor de una publicación, y más recientemente la del doctor Ernesto de la Torre Villar, autor del erudito y agudo prólogo a la presente edición, quien alentó los esfuerzos de Antonia Pi-Suñer y la determinación de Juan Macías Guzmán, abocado a realizar bajo la conducción de Tona su tesis de maestría sobre la figura de José María Iglesias. Asimismo, los responsables del programa PAPIME de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la UNAM supieron reconocer los méritos del proyecto que les fue presentado y lo apoyaron, resultando finalmente, como lo podemos constatar hoy, que la obra se benefició de una coedición entre la Universidad Nacional Autónoma de México y el Fondo de Cultura Económica, la más prestigiosa de las empresas editoriales de nuestro país.
Y aquí es donde conviene no pasar por alto algunos de los aspectos ejemplares que, a mi modo de ver, tiene el libro que se presenta hoy. El trabajo efectuado por Antonia Pi-Suñer en torno a El estudio de la historia de José María Iglesias me parece ejemplar entre otras cosas porque está escrito para los estudiantes y ante su mirada, con toda la benevolencia de un profesor generoso y comprensivo, encarando constructivamente las limitaciones de sus conocimientos sobre el siglo XIX y la poca monta, muy natural aún, de su erudición. Ante sus jóvenes colaboradores de investigación, quienes siendo estudiantes sobresalientes hoy serán maestros mañana, la doctora Pi-Suñer no exhibe saberes, sólo suple desconocimientos legítimos. Se vale de la experiencia acumulada en grupos de trabajo anteriores como su seminario sobre el Diccionario universal de historia y geografía de México que desembocó en una publicación importante de la Universidad Nacional Autónoma de México y sus estudios historiográficos, como su trabajo sobre Bancroft y su actividad como coordinadora del volumen iv de la colección de Historiografía mexicana publicada por el Instituto de Investigaciones Históricas. Descubre con honestidad las dudas que asaltan al investigador, muestra las peripecias nimias y considerables que es preciso resolver a la hora de llevar a cabo un trabajo de investigación y reivindica el tesón indispensable para realizar los trabajos historiográficos. Además aporta metódicamente los datos que permiten situar al personaje, autor de la obra rescatada, describe el estado de la fuente utilizada, relata las principales etapas que exigió la investigación de este documento en particular y explicita el contenido de los materiales que lo conforman y las implicaciones que van ligadas a éste, circunstancia que conduce a la doctora Pi-Suñer a detenerse en la bibliografía utilizada por el autor del ensayo.
La escrupulosidad bibliográfica que entonces la anima para aclarar con precisión títulos y nombres abre una nueva investigación, complementaria de la primera, que conduce a la localización de la biblioteca que fuera de José María Iglesias y que posteriormente usó y enriqueció su hijo Fernando Iglesias Calderón. Así se ubican, en sus ediciones originales, muchos de los libros que tuvo en sus manos don José María para componer su texto, mismos que pronto pasarán -si es que no han pasado ya- a enriquecer la Biblioteca de la Escuela Nacional de Antropología del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Así lo que podía aparecer en un inicio como un prurito erudito da materia a dos valiosos apéndices en el libro que nos ocupa y viene a constituir, en los hechos, el catálogo de una biblioteca particular excepcional, permitiéndonos lanzar una ojeada al repertorio de lecturas de un ciudadano culto en las postrimerías del siglo XIX. Más allá del estudio propiamente historiográfico que merece el ensayo El estudio de la historia, y que Antonia Pi-Suñer desarrolla a cabalidad, lo que se muestra en el libro que nos reúne hoy es un acercamiento lleno de fineza y de sensibilidad a la situación intelectual de las elites culturales mexicanas de aquellos años, conectadas estrechamente no solamente con sus fuentes europeas, y norteamericanas, sino susceptibles de establecer con sus interlocutores transatlánticos un diálogo perfectamente actualizado y en algunos de sus aspectos premonitorio, o si se quiere anticipado. De esta manera es como debemos apreciar la preocupación de José María Iglesias por generar, al establecer su metodología de la historia, una clasificación de ésta según sus ramos y modos. Tal preocupación desembocó en una formulación distinta a la que difundirán desde la Sorbona como una aportación sustancial de la escuela metodológica francesa los profesores Charles Langlois y Charles Seignobos, pero a la cual se anticipó, por una buena década, la reflexión solitaria de Iglesias.
He mencionado al iniciar mi intervención que la obra El estudio de la historia era una obra ejemplar en muchos aspectos. De este modo quería significar que el escrito de Iglesias es digno de ocupar en el panorama de la reflexión historiografía mexicana del siglo XIX un lugar excepcional, por la fuerza y la claridad de los planteamientos que contiene y por su modo de enfocar la especificidad de las labores históricas, distinta de la que impulsó la pluma de un Larrainzar, en su obra Algunas ideas sobre la historia y manera de escribir la de México, especialmente la contemporánea, desde la declaración de Independencia, en 1821, hasta nuestros días escrita en 1865 que también formaba un gran repaso de los temas históricos a tratar, pero enfocándolos hacia una perspectiva cronológica y nacional, o bien la de un Vicente Riva Palacio y su equipo de colaboradores que con todo propósito científico trazaron el inmenso fresco recapitulativo titulado México a través de los siglos y publicado por entregas a partir de 1884. Ninguno de estos escritos puede ocultar algún sello de positivismo -influyente de una manera u otra en su elaboración- pues ésta fue la escuela filosófica que dominó el desarrollo de las ciencias en el siglo XIX. Sin embargo, la obra que encara más claramente esta cuestión de origen y lo hace con base en la información más erudita y actualizada de ese momento parece ser El estudio de la historia de José María Iglesias.
Sobre este punto y refiriéndose a los trabajos de Álvaro Matute, autoridad incontestable en aquellas materias, Antonia Pi-Suñer señala (p. 63) que -cito a Matute refiriéndome al fragmento que de él extrae la doctora Pi-Suñer-: "no fueron muchos los historiadores que especularon o teorizaron en el medio mexicano acerca de la concepción positivista de la historia pero, afortunadamente, algunos no resistieron la tentación", y Matute señala los nombres de Francisco de Asís Flores, Justo Sierra, Porfirio Parra, Francisco Bulnes, para el siglo XIX, y los de Ricardo García Granados, Agustín Aragón y Manuel Brioso y Candiani, para el siglo xx. La referencia correspondiente a estas aserciones procede del artículo de Matute titulado "Notas sobre la historiografía positivista mexicana", publicado en Secuencia, n. 21, 1992, y viene particularmente al caso ahora porque permite ubicar a José María Iglesias en la "cadena" de los historiadores positivistas mexicanos. En efecto, para Matute, Francisco de Asís Flores sería el historiador positivista más "ortodoxo" ya que siguió de más cerca el esquema de la dinámica social de Comte en su Historia de la medicina en México, publicada originalmente en 1886. Después de Flores sería preciso saltarse a 1891, año en que Porfirio Parra escribió y publicó su pequeño artículo titulado "Los historiadores. Su enseñanza" con motivo de la polémica entre Enrique Rebsamen y Guillermo Prieto sobre la enseñanza de la historia patria en las escuelas primarias.
En esta sucesión cronológica no figura, claro está, El estudio de la historia -ni podía figurar pues el manuscrito inédito de José María Iglesias se presenta a la luz pública solamente hoy- del mismo modo que no se le menciona en Polémicas y ensayos mexicanos en torno a la historia de don Juan Ortega y Medina, pero resulta evidente que, con todo y sus originalidades "atípicas", esta obra debe ser incluida en la sucesión cronológica trazada por Matute. Para el caso, Antonia Pi-Suñer se permite incluir en esta cadena de filiación la famosa Oración cívica pronunciada por Gabino Barreda el 15 de septiembre de 1867, la cual sin ser, obviamente, un texto historiográfico afirma con toda claridad: "la historia constituye una verdadera ciencia, más difícil sin duda pero sujeta como las demás a leyes que la dominan y que hacen posible la previsión de los hechos por venir y la explicación de los que han pasado". Iglesias retomará a su cuenta esta afirmación decisiva en el capítulo i de su obra (p. 74). De tal suerte que, aun modificando el punto de arranque de la sucesión establecida por Matute para incorporar, siguiendo a Pi-Suñer, a Gabino Barreda, Iglesias aparece como uno de los primeros mexicanos que teorizó sobre el positivismo en México.
Tal afirmación es relevante, mayormente si nos referimos a un texto que fue olvidado durante tanto tiempo. De acuerdo con las investigaciones de la doctora Pi-Suñer, la fecha probable de redacción de El estudio de la historia se sitúa alrededor de los años de 1885-1886. Aun suponiendo que don José María Iglesias se haya abstenido voluntariamente de disponer las modalidades de publicación de su ensayo El estudio de la historia por considerarlo aún incompleto, éste vendría a ser la segunda obra que en México se hubiera propuesto "teorizar sobre el positivismo", ya que precedió en el tiempo a las demás señaladas por Matute, por lo menos en cuanto al momento de su composición. Hasta aventajaría algunas obras arquetípicas de dicha escuela, como son las de Porfirio Parra, alumno predilecto, en sus tiempos, del maestro y director de la Escuela Nacional Preparatoria, Gabino Barreda.
No he hecho más que entreabrir el libro en el cual dialogan y se complementan las voces de José María Iglesias y Antonia Pi-Suñer, ambas ocupadas en reflexionar sobre las formas y los destinos de una disciplina antigua, tan indispensable para los hombres como las propias facultades de su memoria, que se organiza y renueva incesantemente. Ya es tiempo de dejar al lector el gusto de saborear libremente un libro muy bien escrito, repleto de información y lleno de consideraciones que, aun en un tiempo en que se reniega fácilmente, y en bloque, del "positivismo", contiene más de una afirmación digna de ser meditada.

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