San Agustín
(354-430), teólogo cristiano, el más grande de los padres de la Iglesia y uno
de los más eminentes doctores de la Iglesia occidental.
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PRIMEROS AÑOS DE SU VIDA
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Nació el 13 de
noviembre del 354 en Tagaste, Numidia (actual Souk-Ahras, Argelia). Su padre,
Patricio (fallecido hacia el año 371), era un pagano (más tarde convertido al
cristianismo), pero su madre, Mónica, era una devota cristiana que dedicó toda
su vida a la conversión de su hijo, siendo posteriormente canonizada por la
Iglesia católica. Agustín se educó como retórico en las ciudades norteafricanas
de Tagaste, Madaura y Cartago. Entre los 15 y los 30 años de edad vivió con una
mujer cartaginesa cuyo nombre se desconoce, con la que en el año 372 tuvo un
hijo, Adeodatus, que en latín significa ‘regalo de Dios’.
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CONVERSIÓN
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Inspirado por el
tratado filosófico Hortensius, del orador y estadista romano Marco Tulio
Cicerón, se convirtió en un ardiente buscador de la verdad, estudiando varias
corrientes filosóficas antes de ingresar en el seno de la Iglesia. Durante
nueve años, desde el 373 hasta el 382, se adhirió al maniqueísmo, filosofía
dualista de Persia muy extendida en aquella época por el Imperio romano de
Occidente. Con su principio fundamental de conflicto entre el bien y el mal, el
maniqueísmo le pareció una doctrina que podía corresponder a la experiencia y
proporcionar las hipótesis más adecuadas sobre las que construir un sistema
filosófico y ético. Además, su código moral no era muy estricto; Agustín
recordaría posteriormente en sus Confesiones: “Concédeme castidad y
continencia, pero no ahora mismo”. Desilusionado por la imposibilidad de
reconciliar ciertos principios maniqueístas contradictorios, abandonó esta
doctrina y dirigió su atención hacia el escepticismo.
Hacia el 383 se
trasladó de Cartago a Roma, pero un año más tarde fue enviado a Milán como
maestro de Retórica. Aquí se movió bajo la órbita del neoplatonismo y conoció
también al obispo de la ciudad, san Ambrosio, uno de los eclesiásticos más
distinguidos en aquel momento. Fue entonces cuando se sintió atraído de nuevo
por el cristianismo. Un día, por fin, según su propio relato, creyó escuchar
una voz, como la de un niño, que repetía: “Toma y lee”. Interpretó esto como
una exhortación divina a conocer las Sagradas Escrituras y leyó el primer
pasaje que apareció al azar: “... nada de comilonas y borracheras, nada de
lujurias y desenfrenos, nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del
Señor Jesucristo, y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus
concupiscencias” (Rom. 13, 13-14). En ese momento decidió abrazar el cristianismo.
Fue bautizado con su hijo natural por Ambrosio la víspera de Pascua del año
387. Su madre, que se había reunido con él en Italia y que moriría poco después
en Ostia, se alegró de esta respuesta a sus oraciones y esperanzas.
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OBISPO Y TEÓLOGO
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Regresó al norte de
África y, tras ser ordenado sacerdote en el 391, fue consagrado obispo de
Hipona (en la actual Annaba, Argelia) en el 395, dignidad que desempeñaría
hasta su muerte. Fue un periodo de gran agitación política y teológica, ya que
mientras los pueblos germanos amenazaban el Imperio llegando a saquear Roma en
el 410, el cisma y la herejía amenazaban también la unidad de la Iglesia.
Agustín emprendió con entusiasmo la batalla teológica. Además de combatir la
herejía maniqueísta, participó en dos grandes conflictos religiosos. Uno de
ellos con el donatismo, secta que mantenía la invalidez de los sacramentos si
no eran administrados por eclesiásticos sin pecado. El otro lo mantuvo con los
seguidores del pelagianismo, que negaban la doctrina del pecado original.
Durante este conflicto, que fue largo y enconado, Agustín desarrolló sus
doctrinas del pecado original y de la gracia divina, de la soberanía divina y
de la predestinación. La Iglesia católica apostólica romana ha encontrado
especial satisfacción en los aspectos institucionales o eclesiásticos de las
doctrinas de san Agustín; la teología católica, lo mismo que la protestante,
están basadas en su mayor parte, en las teorías agustinianas. Juan Calvino y
Martín Lutero, líderes de la Reforma, fueron estudiosos del pensamiento de san
Agustín.
La doctrina
agustiniana se situaba entre los extremos del pelagianismo y el maniqueísmo.
Contra la doctrina de Pelagio mantenía que la desobediencia espiritual del
hombre se había producido en un estado de pecado que la naturaleza humana era
incapaz de cambiar. En su teología, los hombres y las mujeres son salvados por
el don de la gracia divina; frente al maniqueísmo, defendió con energía el
papel del libre albedrío en unión con la gracia. San Agustín falleció en Hipona
el 28 de agosto del 430. Su festividad se celebra el 28 de agosto.
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OBRAS
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La importancia de san
Agustín entre los padres y doctores de la Iglesia es comparable a la de san
Pablo entre los apóstoles. Como escritor, fue prolífico, convincente y un
brillante estilista. Su obra más conocida es su autobiografía Confesiones
(397-401), donde narra sus primeros años y su conversión. En su gran apología
cristiana La ciudad de Dios (413-426), formuló una filosofía teológica
de la historia. De los 22 libros que componen esta obra, 10 están dedicados a
polemizar sobre el panteísmo. Los otros 12 se ocupan del origen, destino y
progreso de la Iglesia, a la que considera como oportuna sucesora del
paganismo. Entre el 426 y el 427 escribió las Retractiones, donde expuso
su veredicto final sobre sus primeros libros, corrigiendo todo lo que su juicio
más maduro consideró engañoso o equivocado. Sus otros escritos incluyen las Epístolas,
de las que 270 se encuentran en la edición benedictina, fechadas entre los años
386 y 429; sus tratados, entre los que destacan De libero arbitrio
(388-395), De doctrina christiana (396-397), De Trinitate
(399-401) y De natura et gratia (413); y homilías sobre diversos libros
de la Biblia.
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