GENERAL DON MANUEL GONZÁLEZ




Nació el 28 de junio de 1832, el Matamoros, Tamaulipas. Recibió el poder de manos del General Díaz el 01 de diciembre de 1880, y 4 años después el 30 de noviembre de 1884. Volvió a entregarlo al propio General Díaz. El pueblo lo llamaba "EL MANCO" y armó el gran escándalo.
El 1 de diciembre de 1880, ante el congreso de la Unión, el general, Manuel González rindió la protesta de ley como el presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. Su gabinete lo integró con Ignacio Mariscal como encargado de la Secretaría de Relaciones; Francisco Landero y Cos, de la Hacienda; Ezequiel Montes, de la de Justicia e Instrucción pública; el general Jerónimo Treviño, de la de Guerra; don Carlos Díez Gutiérrez, en Gobernación, y el general Porfirio Díaz en la de Fomento, puesto que sólo ocupó durante un mes, ya que se separó de él en enero de 1881. Los sustituyó el general Pacheco. Manuel González (1833-1893), al ascender a la primera magistratura trató de continuar la labor que Díaz iniciara de consolidación de la paz, de conciliación de todos los grupos políticos y de progreso material y espiritual. Aniquilados los consejeros de Díaz, Benítez y Tagle; terminados los intento lerdistas de sublevación y contando con el apoyo de don Porfirio, González hizo un gobierno personal apoyándose en los elementos que el país presentaba. A sus anhelos conciliatorios se debe que haya utilizado a Ignacio Aguilar y Marocho, uno de los conservadores más prominentes, así como a los jóvenes liberales, entre quienes se contaba Justo Sierra, creadores del llamado partido científico, que tanta influencia tendría en los años posteriores. El congreso también componíase de representantes de todos los sectores, pues en sus escaños convivían Manuel Dublán, conservador como Aguilar y Marocho; Manuel Romero Rubio, tránsfuga del lerdismo; Joaquín Alcalde, leal partidario de Iglesias, y los jóvenes e impetuosos porfiristas Justo Sierra, Francisco Bulnes y Rosendo Pineda. Separado de ellos y muy ligado al presidente se encontraba don Ramón Fernández, quién ocupó más tarde el gobierno de Distrito Federal. Hombre de todas las confianzas del general, pero sin que influyen política o intelectualmente en él, Fernández fu un hombre dúctil, inmoral, que solapó las especulaciones y las liviandades de su superior, concitándose por ello la antipatía del pueblo
Políticamente González no fue más limpio ni más desinteresado que sus antecesores, pues continuó el sistema de fraudes electorales, de imposición de sus candidatos y de intervención descarada en la política estatal, como ocurrió en Jalisco. Porfirio Díaz, acusado de influir en la administración gonzalista, retiróse a Oaxaca, en donde fue electo gobernador del estado en 1881, desarrollando interesante labor en materia educacional y de comunicaciones. Es ese puesto, que ocupó poco tiempo, pues dejó en sus manos del general Mariano Jiménez y el gobierno en 1883 utilizó su experiencia y adquirió mayor el inicio de la campaña para suceder al presidente González.
Leal a Díaz, pero sin someterse a su influencia, pues éste le dejó actuar con libertad ya que le interesaba que corriera su propia suerte, González ejerció un gobierno personal en el que pesaron más las conveniencias del momento, los intereses económicos en juego, las soluciones irreflexivas a los problemas inmediatos y no una política congruente, firme, de largo alcance. Aprovechó González el amplio ritmo de desarrollo que México había cobrado desde la restauración republicana y que aumentó en el período inmediato del general Díaz, lo acrecentó y se aprovechó de él. Pero, dando resoluciones torpes que comprometían la economía del país. Es evidente que González, cuando tuvo serias dificultades, principalmente hacendarias, como la que produjo la emisión de moneda de níquel y arreglo de la deuda inglesa, aconsejadas por sus ayudantes, supo rectificar evitándose su oposición a que el general Mier y Terán, apoyado por Díaz, fuera electo como senador, pero cuando sus opositores aumentaron sus ataques, trató de frenar la libertad de prensa modificando el artículo 7º de la constitución para que lo tribunales ordinarios y no a los jurados especiales. Pese a la modificación de ese artículo, la prensa amordazada le atacó con saña cuando lo mereció y la oposición parlamentaria, en la que se contó a Vicente Rivapalacio, controvertió su conducta y decisiones.
A mediados de noviembre de 1881 su gobierno sufrió la primera crisis ministerial. Don Francisco Landero y Cos, secretario de Hacienda y quien había tratado de evitar el déficit presupuestal establecido un sano equilibro en la finanzas, fue eliminado y en su lugar quedó el oficial mayor Fuentes y Muñiz, quien se plegaba en todo a los designios hacendarios que se fraguaban en Palacio. Poco tiempo después renunció el secretario de Guerra, el general Jerónimo Treviño, que gozaba de gran prestigio dentro y fuera del país y tenía demasiada fuerza e influencia como para oponerse a González. Su retiro obedeció a que el oficial mayor, general Francisco Tolentino, quien defeccionó del lerdismo para pasarse a los tuxtepecanos días antes de su triunfo, apoyado por el presidente, daba órdenes independientemente del secretario. Treviño, casado con la hija del general norteamericano Ord, retiróse a Monterrey a principios de 1822. Francisco Tolentino, hábil instrumento de González, actuó en Jalisco en contra del gobernador Fermín Riestra, poco adicto al gobierno central, y más tarde desgobernó ese estado. Sustituyó al general Treviño otro norteño, ex compañero de Díaz y de González en sus revueltas, el general Francisco Naranjo, amigo del dinero fácil y de la vida licenciosa y, por tanto, simpatizante del presidente.
El tercer ministro eliminado fue el de Justicia, el ameritado Ezequiel Montes, quien trató de cuidar que el gobierno no violara impunemente las garantías individuales, principalmente al verificar la leva con que se integraba el ejército. Montes, persuadido de que el sistema de leva no sólo perjudicara la formación del ejército convirtiéndolo en un ejército de forzados, sino también a la sociedad, muchos de cuyos miembros, los más humildes e indefensos, eran víctimas de la animadversión y del afán de lucro de muchos influyentes, envió al Congreso una iniciativa de ley que reglamentaba el artículo 102 de la constitución. Los esfuerzos de Montes y los de diversos jueces de Distrito para contener las arbitrariedades del ejecutivo y de diversos jefes militares, predispusieron a Montes con el ministro Naranjo, por lo cual el 31 de marzo de 1882 renunció Montes a su puesto. Le sustituyó el licenciado Joaquín Baranda, antiguo lerdista culto e inteligente, pero, necesitado de congraciarse con el régimen, se disciplinó y toleró que la justicia se plegara a los caprichos políticos. En la suprema Corte, ese estilo de cosas apareció también. Los nombramientos como magistrados de Miguel Auza, Guillermo Valle y Moisés Rojas revelaron que ese alto tribunal había perdido mucho prestigio y libertad. La renuncia que Ignacio L. Vallarta hizo de su puesto de presidente de la Corte se debió a ese mismo hecho.
González, hombre impetuoso, viril, amigo del placer, del dolor y de la choncha faja de dinero, contrastó con sus antecesores, que habían sido austeros, sencillo, de vida particular recatada y digna. Casado, no soltero, casado con una mujer, Doña Laura Mantecón, pronto la abandonó y su intemperancia y amoríos con Juan Horn y Julia Espinosa fueron comentados por la sociedad pacata de la época, lo mismo que la pasión que le encendió la francesa o circasiana que tenía en su hacienda de Chapingo, las embozadas que entraban a palacio por las noches, así como sus continuas embriagueces con sus amigos Lalanne, Fernández, Carmona y otros. Sus haciendas de Laureles en Michoacán (próxima gira), Chapingo, Santa María, Tecajete en Hidalgo y las de Tamaulipas; sus amplias propiedades a un lado de Peralvillo y otras colonias de México que creían; sus especulaciones en torno de la creación de los Bancos y la emisión del níquel, todo eso habido en muy poco tiempo, con el ansia de poder y dinero inextinguible que tienen muchos políticos, le valieron la antipatía de la población, quien le criticaba sopaba y aun abiertamente. Con estos elementos, que no le beneficiaron en nada. Manuel González va a enfrentarse a serios problemas que a su administración se le presentaron.
Política exterior
En el campo de la política exterior, tenemos la controversia suscitada con Guatemala. Gobernaba a la República de Guatemala Justo Rufino Barrios, de ingrata memoria, quien, como todo tiranuelo, desviaba el descontento que producía su mala administración con actitudes expansionistas y demagógicas.
Ansioso de poder y popularidad y malaconsejado por grupos antimexicanos, trataba de afianzar su dictadura con el apoyo del gobierno norteamericano. Justo Rufino Barrios reclamaba México, a base de una interpretación absurda de la historia de las relaciones entre los dos países, y con una argumentación jurídica totalmente inválida la devolución de las provincias de Chiapas y Soconusco que desde el mes de septiembre de 1824 habían declarado, a base del libre principio de autodeterminación de los pueblos, anexares a México y formar parte de la República mexicana como un estado más de nuestra federación, deseo que ratificaron con posterioridad a 1838, cuando se disolvió la República de Centroamérica, habiendo en 1840 pedido Soconusco su reincorporación a Chiapas y por tanto a México, lo cual fue aceptado por el congreso. Más aún, en los años de 1877 y 1879, Guatemala se comprometió a que comisionados de los dos países realizaran una serie de trabajos destinados a fijar con exactitud los límites entre las dos repúblicas, evitar el paso ilegal de uno a otro país, evitar la comisión de delitos en esa zona fronteriza, principalmente el paso de los grupos armados. México estaba interesado en contener también la intromisión de ingleses por el territorio de Belice y evitar que Gran Bretaña siguiera incitando a los indios de Yucatán y Quintana Roo a al Rebelión. Barrios deseaba reconstituir la unidad centroamericana a base de anexiones y para ello quería ocupar Chiapas y Soconusco como principio de anexarse después Costa Rica y El Salvador, que se opusieron a sus designios. Para realizarlo Barrios pulsó al gobierno norteamericano, encabezado por el presidente J.A. Garfield, quien tenía como encargado del Departamento de Estado a Janes Blaine, que favorecía una política expansionista. Los Estados Unidos vieron con buenos ojos los deseos de Barrios, que Solicitaba su ayuda, pues eso le permitiría intervenir más hondamente en Centroamérica. Garfield fue asesinado, le sucedió Chester Arthur quien nombró como secretario de Estado a Frederick Frelinhuysen, llevando ambos una política más conciliatoria. México, por otra parte, destaca a Matías Romero, hombre que gozaba de influencia y estima en los Estados Unidos y el cual, ligado por amplia amistad con el general Grant, convenció tanto a la opinión pública cuanto a los políticos Yankees, de la justicia de México y de las desmedidas ambiciones de Barrios. Este, pese al envió de su canciller, Lorenzo Montúfar, y del viaje que él mismo hizo a Washington, no logró que los Estados Unidos impusiesen a México su intervención como árbitro en una disputa improcedente. Más aún, aceptó, no del todo convencido, pues más tarde crearía nuevas dificultades, firmar con Romero, quien estuvo debidamente acreditado, una convención preliminar en la que se indicaba muchas cosas. México evitaba así no sólo perder una porción de su territorio, sino someterse a la intervención de un extraño en una disputa injusta. La posición de México quedó bien sentada y el gobierno de González obtuvo por ello el apoyo de la opinión pública.
La economía
Si el gobierno pudo acreditarse como celoso defensor de su territorio, no pudo escapar a que se le tildar de derrochador, de especulador de deshonesto en el manejo de los fondos públicos. La situación hacendaria, que desde los regímenes anteriores era deficitaria, llegó durante la administración de González a ser lastimosa. El país, en cuya economía se tenía tan fundadas esperanzas, no contaba con crédito suficiente para demorar el pago de la deuda exterior y para solicitar empréstitos del exterior, con los cuales pudiera impulsar alas obras públicas, tanto las ya iniciadas había vuelto a convertirse en un espectro que era necesario disipar; se necesitaban instituciones de crédito solventes y requiríarse establecer un equipo entre egresos e ingresos. El año de 1881 fue de dificultades financieras grandes, pero en 182 esas dificultades aumentaron al grado que el propio presidente tuvo que señalar en su mensaje las dificultades financieras existentes y solicitar al Congreso la aprobación del presupuesto anual, que era muy desequilibrado. Para solventar esas diferencias, el Estado recurría a los préstamos de pronto reintegro que aumentaban la deuda pública y le imposibilitaban cubrir los gastos de la lista civil, pues era necesario pagar capital e intereses, preferentemente a los prestamistas. Independientemente de que los gastos imprescindibles hubieran aumentado, resultaba patente que existían fugas y despilfarro del dinero obtenido, de que se culpaba a funcionarios muy importantes de la administración pública. Que esa opinión existía se revela en los editoriales de la prensa periódica, como los de El monitor Republicano.
Esa situación llevó al país a una fuerte crisis financiera que se marcó principalmente de 1881 a 1884, año este último en el cual el secretario de Hacienda declaró que con doce millones de ingresos era imposible cubrir los treinta y tantos que los egresos requerían. Frente a esta situación, al gobierno no le quedaban más recursos que reducir los gastos, aumentar los impuestos y recuperar el crédito. Parte esto trató de realizar la administración gonzalista, pero con poco éxito.
En el aspecto crediticio y de emisión de numerario, advertimos que desde el año 1864 funcionada en México el banco de Londres y México, que emitía billetes hasta el límite de su capital pagado. Este banco "introdujo por primera vez a nuestro comercio los billetes al portador y a la vista y educó a nuestros industriales y capitalistas en la escuela práctica de la teorías modernas". En 1879, un decreto presidencial autorizó al Monte de Piedad a "expedir certificados impresos como justificantes de los depósitos confidenciales que aquel establecimiento recibiera, los cuales debían ser reembolsables a la vista y al portador, pudiendo llegar el monto de la emisión hasta el importe total de los fondos del Montepío". El Monte fue autorizado igualmente a operar como banco de emisión.
Cuando, a parir de 1880, aumentó el ingreso de capitales motivado por la realización de las obras de infraestructura, el gobierno, para apoyar ese ingreso que necesitaba vitalmente, "apoyo a los capitalistas locales a los inversionistas extranjeros interesados". Con este fin, en agosto de 1881 don Francisco Landero y Cos firmó un contrato con Eduardo Noetzlin, representante del banco Franco – Egipcio de París, para establecer el Banco Nacional Mexicano. Este debería tener un capital de veinte millones pagaderos al portador, a la vista y de circulación voluntaria en cantidad triple al importe de la existencia en metálico. El Banco otorgaba al Estado una cuenta corriente hasta por 8,400,000 al mes, con la condición que al cerrarse el año fiscal el saldo no excediera de 4,000,000. El interés que pagaría sería del 4 al 6%. Aun cuando se reservó para los inversionistas mexicanos una participación hasta del 28% en el capital social, no hubo demasiado interés en adquirir acciones.
En 1882 se creó el Banco Mercantil, Agrícola e Hipotecario con capital español y que también fue un banco emisor. Además de éstos se fundaron el Banco Hipotecario y el Banco de empleados, que se subsumieron en el Banco de Londres y México.
Más efectiva fue la acción de Manuel González en el campo de las obras materiales, principalmente en la ampliación de la red ferroviaria. Favoreció ese deseo el hecho de que las líneas norteamericanas al oeste y al sur se concluyeron y tocaron diversos puntos de nuestra frontera. El Southern Pacific, el Atchison Topeka and Santa Fe, el Texas and Pacific, el Intenational and Great Northern, el Galveston, Houston and San Antonio llegaron a El Paro de 1881 y a Nogales en 1882. Forzoso era conectar con ellas mas líneas mexicanas, la del Ferrocarril Central, la de la constructora Nacional y la de Sonora. La del Ferrocarril Central logró entre 1880 – 1884 tender la mayor extensión de vía, 1,970 kilómetros. Para marzo de 1884 se habían terminado la obra y se podía ir en tren hasta Chicago La Compañía Constructora Nacional, que consolido, como la del Central, varias concesiones, tendió 1,164 kilómetros de vía dispersos en siete tramos.
Igual auge se tuvo en la construcción de ferrocarriles urbanos y suburbanos. Este aumento, como el de muchos otros renglones en que se manifestó el progreso del país se debió en buena medida al ingreso de capitales extranjeros, principalmente norteamericanos, pues los europeos sólo pudieron obtenerse con posterioridad. Esas inversiones que se utilizaron en el aumento de la red telegráfica, en el tendido del cable submarino Veracruz – Galveston y en las empresas mineras, principalmente las del norte del país. Poco se empleó la agricultura. El aumento del capital norteamericano va a preocupar, por las consecuencias que generaba, tanto a los políticos mexicanos como también a determinados capitalistas europeos, quienes empezaron a considerar con atención y envidia que perdían muchas posibilidades de obtener de México buenas ganancias.
La sucesión
Al finalizar el año de 1883, ante los ojos de los políticos se abría una amplia incógnita ¿Quién iba a suceder al General Manuel González en la Presidencia de la República? ¿Volvería el general Porfirio Díaz al poder o surgiría un candidato que arrastrara al pueblo a votar por él? Eclipsados los palaciegos intrigantes Benítez y Tagle, que sintieron que Díaz les había vuelto la espalda, tampoco quedaban hombres prominentes entre los antiguos juaristas, pues el general Ignacio Mejía aun cuando gozaba de simpatía, estada ausente. Rovha había marcado a Europa, Corona se encontraba en el Occidente, así que entre los militares del lerdismo había pocas posibilidades de encontrar un candidato. Quedaban en el campo de Marte tan sólo Trinidad García de la Cadena y Jerónimo Treviño, muy dados al descontento. En el campo de los civiles, únicamente Ignacio Luis Vallarta podía tener algunas pretensiones, así como Vicente Rivapalacio. Ante ese panorama, abríase a la ambición de Díaz una nueva posibilidad de volver al poder.
El grupo gonzalista no podía ofrecer continuador alguno. Ramón Fernández no pudo ser un buen candidato pese a la buena obra material que realizó en el Distrito Federal asesorado por hombres de aficiones económicas como José Ives Limantour, quien empezó a figurar en política. La gestión de Fernández hizo posible el alineamiento de varias calles, como la de Cinco de Mayo, y la mejoría en las calzadas de la Piedad, Tlalpan, Niño Perdido y Peralvillo. Inició la introducción del agua potable desde Santa Fe y el Distrito de los Leones, e inauguró el sistema de alumbrado eléctrico en 1881. Junto a esas realidades corrió paralela la especulación en la distribución de solares dentro de la ciudad y la fuga de los dineros nacionales.
Manuel González, al ascender a la presidencia por su compadre y amigo el general Díaz, se comprometió a dejarle el poder al término de su período. González era hombre leal y sincero, y comprendió también al final de su cuatrenio, que no fue muy feliz, que no podía enfrentar ningún amigo suyo a general Díaz, ni tampoco pensar como algunos sugirieron en la reelección. Asó, ante el hecho de que algunos politiquillos acelerados postularon en diversos periódicos, en 1883, al general Díaz para ocupar la Presidencia en el periodo 1884 – 1888, el partido gonzalista tuvo que apoyar su candidatura como única posible.
El general Porfirio Díaz había perdido en el mes de abril de 1880 a su esposa, doña Delfina Ortega, dama discreta y de grande cualidades. Para 1883 había conocido, al frecuentar la casa de Manuel Romero Rubio, a una de sus hijas, Carmen, bella e inteligente, con grandes virtudes y valores, de gran trato social, tal cual convenía a un político importante, con la que casó en ese año. Un viaje a los Estado Unidos en unión de su suegro afianzó la amistad del joven general y del viejo político, ducho en maquinaciones y con gran influencia entre elementos lerdistas y de otros matices y principalmente con la vieja oligarquía. Eso convenía a Díaz, pues asé afianzaba en amplias capas su fuerza política.
Al sobrevenir las elecciones en 1884 para elegir presidente, el país no se conmovió. Estaba hastiado del régimen de González y Díaz aparecía como el reconstructor, el salvador de la bancarrota y del desprestigio, pero no escapaba a la conciencia pública que el regreso de Díaz era algo ya fraguado, algo que se había maquinado y por tanto el entusiasmo en los comicios fue nulo. Díaz, presionado por sus partidarios a lanzar un programa de gobierno, fue cauto, pues por un lado no quiso presentar nada que pareciera una crítica abierta a la feneciente administración de González, ni tampoco quería suscribir todos los puntos del Plan de Tuxtepec, ya que las circunstancias habían cambiado y su experiencia le mostraba que había que rectificar algunos principios. Al efectuarse las elecciones primarias en el mes de junio, y las secundarias en julio, los resultados indicaron que Díaz había obtenido 15,776 votos contra 289 emitidos a favor de otros candidatos Al finalizar su mandato fue nombrado gobernador del estado de Guanajuato, cargo en el que permaneció hasta su muerte en 1893, en Chapingo.
El administrador ordenó a los peones que abrieran el portón de la hacienda. A lo lejos se levantaba una nube de polvo. El carruaje tirado por cuatro caballos avanzaba rápidamente. En la casa principal todo estaba listo. La habitación más grande --la del general-- fue vestida de luces para tan importante ocasión. Nadie sabía a ciencia cierta quién venía a bordo del coche, pero no quedaba lugar a dudas de su importancia. El propio general se había encargado de supervisar hasta el último detalle.

Tuvo ella que alzar ligeramente su vestido para descender del carruaje, lo suficiente para mostrar su firme y bien torneada pantorrilla, que arrancó un suspiro a los presentes. El administrador, el caporal y algunos peones quedaron impresionados por la sensualidad de la joven mujer y no pudieron evitar pensamientos pecaminosos.

Sus ojos claros brillaban con intensidad. Miraba con inocente coquetería iluminando todo a su alrededor. La suave y blanca piel asomaba discretamente por el escote y así incitaba a la más desenfrenada pasión. El andar cadencioso era seguido por el aroma de un cuerpo perfecto, que colmaba el espacio. Esa mujer hubiera hecho pecar a la corte celestial.

El sol caía en el horizonte y la misteriosa dama apenas pudo percatarse de la belleza de la hacienda de Chapingo, su nueva morada. La casa principal, en el más puro estilo clásico, había sido remodelada por instrucciones del general. Entre las novedades se contaban dos pararrayos, uno en el reloj y otro en las torres de la capilla. Su dueño no escatimó gastos y compró tres arbotantes eléctricos que funcionaban con una dinamo e iluminaban la entrada principal de la casa -cuando la electricidad apenas comenzaba a utilizarse en las principales ciudades del país.

El color de la fachada seguramente evocó en la atractiva mujer su vida en Europa. Era un verde brillante --según los cánones de la moda arquitectónica en el viejo mundo-- logrado con pinturas mandadas traer por el conocido arquitecto Antonio Rivas Mercado, quien estaba a cargo de la remodelación y decoración interior de la casa. A él se debía también la colocación de losas de Guanajuato en el piso de la capilla, el corredor y el frente de la casa.

La seductora dama entró sin decir palabra --tiempo tendría para admirar en detalle la hacienda-- y fue conducida a los aposentos del general. Tenía a su disposición todas las comodidades y podía permanecer en ellos sin sufrir privación; en el interior había bandejas con fruta, bocadillos, jarras de agua, pulque y vino. Bastaba el toque de una pequeña campana para que los sirvientes recogieran las sobras y colocaran nuevos alimentos. No necesitaba salir de la habitación, su única obligación era esperar a su amante, don Manuel González, el presidente de la república.
* * *
La historia de la hacienda de Chapingo se remonta a finales del siglo XVII. El dueño original fue un español de nombre Antonio de Medina y Picazzo que la mantuvo nueve años y luego la vendió. La extensa propiedad vio una de sus mejores épocas en manos de la Compañía de Jesús, que la puso a trabajar con éxito. En casi ochenta años la hacienda aumentó su extensión de 2,683 a 9,789 hectáreas. Durante la administración de los jesuitas fueron construidos el edificio principal y la capilla; llegó a ser tan próspera que fue reconocida como una de las haciendas cerealeras más productivas del siglo XVIII.

El centenario conflicto entre el poder del estado y de la iglesia terminó con el paraíso jesuita de Chapingo. Tras el decreto de expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios españoles, la hacienda fue expropiada por la corona y puesta en manos de un particular en 1777. A lo largo de los siguientes cien años la ocuparon diversas familias.

Los cambios de propietario no afectaron la belleza del inmueble. La casa principal era sólida y espaciosa, construida de mampostería. En la planta alta se encontraban las habitaciones de la familia, cuyas ventanas estaban orientadas hacia un amplio jardín donde los jesuitas habían edificado la capilla con un cuarto que hacía las veces de sacristía. Un sacerdote visitaba regularmente la hacienda y oficiaba misa para la familia que la habitaba.

Desde la estancia se alcanzaban a ver los sembradíos: trigo, maíz, magueyes. La hacienda contaba con otra casa, de menor tamaño, donde vivía el mayordomo, y un conjunto de cuartos (casillas) para la peonada. Además, disponía de los elementos básicos de una hacienda agrícola: caballerizas, cochera, pajar, corral, gallinero, troje, bodega de aperos, cocina y despensa, cuarto para carbón.

En 1884 el todavía presidente de la república, Manuel González, compró la propiedad. Había estado en ella en una de tantas campañas militares en que participó y desde el primer momento quedó prendado. Chapingo no pudo caer en mejores manos, el general le dedicó tiempo, dinero y esfuerzo. Si con los jesuitas la vida de la hacienda había alcanzado alturas insospechadas, bajo la administración de González superó cualquier expectativa.

El compadre González

Lo llamaban el Manco. Su audacia --muchas veces irresponsable-- lo llevó a ser herido al menos en diecisiete ocasiones. Las cicatrices de su cuerpo mostraban los vestigios de balas y metralla. Una marca permanente en su rostro daba testimonio de la caricia recibida por la afilada hoja de un sable. Sin embargo a la hora del combate nunca se arredró. Manuel González era un hombre hecho para la guerra.

No hubo conflicto armado en el cual no estuviera inmiscuido y siempre tuvo la fortuna de su lado. Durante la guerra contra la intervención y el imperio (1862-1867) su destino coincidió con el de otro hombre de armas cuya carrera iba en franco ascenso: Porfirio Díaz. El general oaxaqueño quedó gratamente impresionado por las dotes de buen jinete que mostraba González y lo incorporó a sus filas. En poco tiempo era el jefe de su estado mayor.

A partir de entonces los dos hombres forjaron una estrecha amistad sellada con un promisorio compadrazgo. Durante el asalto republicano a la ciudad de Puebla --2 de abril de 1867--, don Manuel perdió el brazo derecho. Nueve años después, su oportuna intervención en la batalla de Tecoac le abrió las puertas de la presidencia a Porfirio Díaz y, herido en el muñón, Díaz le agradeció el gesto entregándole el ministerio de Guerra y en 1880 la Presidencia de la república.

“Se sobreponía en él --escribió Justo Sierra-- no sé qué espíritu de aventura y de conquista que llevaba incorporado en su sangre española y que se había fomentado en más de veinte años de incesante brega militar en que había derrochado su sangre y su bravura. El general González es un ejemplar de atavismo: así debieron ser los compañeros de Cortés; física y moralmente así. De temple heroico, capaces de altas acciones y de concupiscencias soberbias, lo que habían conquistado era suyo y se erizaban altivos y sañudos ante el monarca, para disputar su derecho y el precio de su sangre. El presidente creía haber conquistado a ese precio, en los campos de Tecoac, el puesto en que se hallaba; era suyo y lo explotaba a su guisa”.

Y aunque su elección como jefe del poder ejecutivo se verificó guardando todas las formas constitucionales, en la mentalidad del guerrero tamaulipeco el poder era una más de sus conquistas; otra plaza tomada luego del asedio, una batalla ganada. Su administración fue un desastre, agravada en gran medida por los ataques infundados de sus enemigos, azuzados por su propio compadre Díaz para evitar que le tomara gusto a la Presidencia. Sin embargo, entre dimes y diretes, González aprovechó el cargo para amasar una buena fortuna. A unos meses de entregar la Presidencia, el general compró las casi 13 mil hectáreas que conformaban entonces la hacienda de Chapingo.

Al ojo del amo

Desde su cargo de presidente de la república el general dispuso de todos los recursos e influencias para introducir mejoras y desarrollar la producción de su nueva hacienda. Siguió al pie de la letra el viejo dicho “el ojo del amo engorda al caballo” y estuvo pendiente de cada operación de Chapingo.

La producción se anotaba semanalmente en libros de contabilidad que registraban entradas y salidas de dinero, cereales, semillas y ganado. La hacienda producía trigo y maíz y además cebada y alfalfa para sus propios animales. Las mayores entradas económicas provenían de la venta de madera y ganado fino y de la comercialización de leche y pulque en la ciudad de México.

Para impulsar la producción don Manuel introdujo la maquinaria en su momento más moderna para barbechar, sembrar y desgranar cereales. Por si fuera poco, desde una de las vías férreas que comunicaban a la ciudad de México construyó un ramal que llegaba directamente a su hacienda; de esa forma, cuando invitaba a familiares, amigos o ciertas mujeres, los trasladaba cómodamente a bordo del ferrocarril. Con ayuda del arquitecto Rivas Mercado proyectó un conducto que llevara agua del pueblo de Chimalhuacán a su hacienda.

Era metódico y disciplinado en la administración --como no lo fue en la Presidencia-- y tenía la última palabra en cualquier asunto relacionado con Chapingo: negociaciones, mejoras y reformas, compra y venta, llamadas de atención a los peones. Para evitar que el administrador le tomara gusto a las grandes sumas de dinero que ingresaban, nunca le permitió tocar el efectivo; un hombre de toda su confianza recogía el dinero y el administrador recibía exclusivamente lo de la raya, algo para las mejoras materiales y su sueldo.

En 1885, una vez fuera de la Presidencia, le escribían desde su hacienda: “... las caballerizas están en obra, faltando los derramaderos; se derribó el portal de la tienda para franquear el paso a la vía férrea, obra que servirá para resguardar el vagón de la intemperie, se ha construido el bordo de la tabla de la Teja y pronto se le echará agua para abonar la tierra. La máquina desgranadora de maíz funciona muy bien, de manera que desgrana y saca perfectamente limpias 200 cargas de maíz diarias”.

Aunque González se hizo de muchas otras propiedades, Chapingo fue, con mucho, su hacienda preferida. No sólo por las ganancias económicas que le reportaba, sino por el espacio de intimidad que encontraba entre sus linderos. Durante los últimos meses de la Presidencia no había fin de semana en que no se presentara para distraerse de sus ocupaciones. Divorciado y vuelto a casar, dejaba a su nueva esposa en la ciudad de México y marchaba a Chapingo, como ante los hacía a los campos de batalla, para coronar en su hacienda las últimas conquistas.

La circasiana

Decían las malas lenguas que a raíz de la pérdida de su brazo don Manuel había desarrollado un desenfrenado apetito sexual, y para saciar sus más bajas pasiones mandó construir en Palacio Nacional una habitación contigua al jardín --con una puerta secreta que daba a la calle-- por la que desfilaban decenas de mujeres dispuestas a entregarse al juego del poder, la seducción y el sexo.

Con el tiempo el general ya no encontró satisfacción en las mujeres mexicanas. Escuchó entonces una historia que parecía surgida de la mitología. Se hablaba de unas mujeres que habitaban en Circasia, región caucásica de Rusia, que transpiraban pasión y sensualidad y cuya mayor virtud era la magia sexual que poseían. Nada había comparable en el mundo a una noche de pasión con una circasiana. El máximo placer jamás imaginado corría por las yemas de sus dedos, por su curvada cintura, por sus pechos firmes y sus amplias caderas amplias, por su aroma convertido en elixir de amor.

Ni tardo ni perezoso, don Manuel hizo los arreglos convenientes, envió por una de aquellas míticas mujeres y puso la hacienda de Chapingo a su entera disposición. Durante algún tiempo la misteriosa dama, a quien todos conocían como “la circasiana”, fue ama y señora de la hacienda. Se paseaba por los jardines, caminaba por los corredores, era como una visión dentro de la hacienda, como un fantasma. Nadie se acercaba a ella y dejaba a su paso una estela de misterio. Cuando la visitaba el general, el tiempo y su vida dejaban de tener sentido. Tal fue su fascinación por aquella mujer, que el general ordenó la construcción de una fuente morisca conocida con el tiempo como “de las circasianas”, para dejar testimonio de que en sus brazos llegó a conocer la gloria.

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