Quincuagésimo sexto virrey JOSÉ DE ITURRIGARAY




Quincuagésimo sexto virrey
JOSÉ DE ITURRIGARAY
(Coronel del Ejército Real)
(1803-1808)


Aunque de origen vizcaíno este virrey era de Cádiz, donde nació en 1742 de una familia de comerciantes adinerados.
Sirvió en la milicia e hizo las campañas contra los revolucionarios franceses, distinguiéndose por su valor. Era un tipo ambicioso y tan rapaz como el marqués de Branciforte. Cuando llegó a Veracruz hizo pasar por la aduana un cargamento muy grande, libre de derechos, diciendo que formaba parte de su equipaje particular y era contrabando. Tan pronto como arribó a México hizo un viaje a Guanajuato, con el pretexto de activar la construcción de la Alhóndiga de Granaditas, pero en verdad para recoger un regalo de mil onzas de oro que le hacían los mineros de aquella ciudad. De regreso a México inauguró la estatua ecuestre de Carlos IV que había mandado hacer el marqués de Branciforte.
          Como la Corte española no tenía límite en exigir dinero, Iturrigaray dio cumplimiento al mandato de enajenación de bienes de obras pías y de no haberse opuesto los propietarios, tal medida hubiera hundido en la miseria al país. Se recibieron noticias del nuevo estado de guerra existente entre España contra Inglaterra e Iturrigaray ordenó levantar tropas provinciales par ser acantonadas en Jalapa. Poco tiempo después Napoleón invadió a España con el pretexto de la alianza de 1807, engañando al torpe rey Carlos IV y al odiado ministro Godoy. Cuando los franceses estaban ya en las inmediaciones de Madrid la familia real quiso embarcar hacia la Nueva España; pero la idea fue mal recibida por el pueblo, que por oponerse a la salida de los monarcas se amotinó en Aranjuez el 17 de marzo. Godoy fue aprehendido y ultrajado por la muchedumbre, que lo despojó de sus dignidades y estuvo a punto de matarlo. Carlos IV y el príncipe Fernando fueron a Bayona, en donde Napoleón hizo que los dos renunciaran a la Corona de España a favor del propio Napoleón, que a su vez nombró rey a su hermano José.
          El 2 de mayo, al llevarse para Francia al infante don Francisco, niño aún, el pueblo de Madrid se levantó en armas arrojándose en masa sobre los franceses. Aquélla fue la señal de guerra y por todas partes se organizaron juntas provisionales que pretendían gobernar a nombre de Fernando VII. En México se supo de estos acontecimientos el 23 de junio y el 19 de julio el Ayuntamiento, formado por criollos, dirigió al virrey una representación que decía que en ausencia del monarca legítimo la soberanía residía en el reino, por lo que mientras en la metrópoli durara aquella situación la Nueva España debía gobernarse por las leyes vigentes, continuando el virrey en su cargo sin entregarlo a nadie, ni aun a la misma España mientras ésta estuviera ocupada por los franceses. La Audiencia desaprobó la representación, porque tendía a establecer una independencia provisional.
          A solicitud del Ayuntamiento fue celebrada el 9 de agosto una nueva junta en la que el síndico, licenciado don Primo Francisco de Verdad y Ramos manifestó que en virtud de las circunstancias la soberanía había recaído en el pueblo, por lo que debía constituirse como mejor conviniera mientras que Fernando VII estuviese ausente. Los miembros de la Audiencia declararon que aquella representación era sediciosa y subversiva y el inquisidor don Bernardo Prado y Ovejero la declaró herética y anatematizada. La Junta volvió a reunirse el 31 de agosto, con la presencia del coronel don Manuel de Jáurgui y del capitán de fragata don Juan Gabriel Javat, enviados por la Junta Suprema de Sevilla para que pidieran al gobierno novohispano que la reconociera; pero esa misma noche recibió el virrey unos documentos girados por la Junta de Oviedo, manifestando la misma petición.
          Se citó a una nueva sesión para el primero de septiembre, en la que don Jacobo de Villaurrutia propuso que se convocase a una junta general con representantes de todo el reino, lo que fue rechazado. El padre peruano fray Melchor de Talamantes presentó al Ayuntamiento un cuidadoso estudio en el que decía, en términos generales, que se habían roto todos los vínculos con la metrópoli; que habían de formularse leyes regionales, que la Audiencia no podía hablar en nombre del rey, puesto que éste había desaparecido y que en consecuencia la representación nacional correspondía al pueblo. Con todos estos incidentes se puso de manifiesto una abierta pugna entre el partido español representado por la Audiencia y el americano compuesto por los criollos que constituían el Ayuntamiento. Hubo nueva reunión el día 9, la cual resultó tumultuosa. El virrey fingió querer renunciar y el Ayuntamiento le rogó que continuara en su puesto; el alcalde de Corte, el criollo dominicano don Jacobo de Villaurrutia, volvió a proponer que el virrey siguiese en su cargo y que se eligiera en las intendencias a diputados que formasen unas verdaderas cortes que sirvieran de cuerpo consultivo al virrey; que se buscase la manera de sustituir las facultades que tuvo el Real Consejo de Indias, que se negociara con los Estados Unidos y con los ingleses lo concerniente al mantenimiento de la paz y que se enviase un comunicado a Napoleón para hacer saber que la América no estaba dispuesta, por ningún motivo, a reconocer su mandato.
          Los criollos se manifestaron en forma tumultuosa, apoyando la proposición de Villaurrutia; pero los peninsulares atacaron furiosos y declararon que cualquier junta que se hiciera seria del todo ilegal y de desobediencia al rey y a la monarquía. La reunión que terminó en un espantoso desorden fue pospuesta para otra fecha, pero ya no iba a celebrarse por el desarrollo de los acontecimientos.. Los oidores, al ver que el virrey favorecía al partido criollo, decidieron de acuerdo con los comerciantes españoles más ricos recurrir a la violencia antes que consentir cierta autonomía a la Nueva España. El virrey, de su parte, obrando por la buena, dictó algunas disposiciones que fueron interpretadas malévolamente por los del partido español en el que había muchos criollos por cierto. Estas disposiciones fueron, entre otras, las órdenes de que se le concedieran cuatrocientos mil pesos al consulado de Veracruz, de tendencias liberales, para que terminase de construir el camino a aquel puerto; el nombramiento de algunos criollos para altos cargos en la administración y la última, que más precipitó las cosas, la orden girada al regimiento de dragones de Aguascalientes, acantonado en Jalapa, que estaba al mando de un íntimo amigo de Iturrigaray, el coronel don Ignacio Obregón. Había que obrar pronto.
          Se formó una conspiración para aprehender y destituir al virrey. Encabezaba esta rebelión don Gabriel del Yermo, individuo que no llegaba a los cuarenta años, riquísimo, vizcaíno de origen, que no le tenía afecto a Iturrigaray por algunos negocios turbios, y lo secundaban todos los comerciantes españoles de un centro de compra-venta que estaba en parte de lo que hoy es el Zócalo y al que la gente llamaba El Parián, los oidores Aguirre y Bataller, el arzobispo y los jueces de la Inquisición, quienes resolvieron actuar antes de que llegara la tropa. Se trataba de asaltar el palacio y apoderarse de la persona de Iturrigaray. Se armó a los dependientes y mozos de confianza y se compró a la guardia de palacio.
          A las doce de la noche del 15 de septiembre de 1808 se reunieron en grupos aislados los conjurados en los portales cercanos a palacio, siendo unos quinientos o más hombres bien armados que marcharon contra la guardia, descuidada seguramente. El centinela marcó el alto y como no le respondieron hizo fuego. Los hombres de Yermo de dos o tres balazos mataron al soldado e irrumpieron a la carrera en las habitaciones del virrey y su familia, que estaban dormidos. Los aprehendieron sin la menor resistencia y fue conducido el primero a la Inquisición, para hacer creer al populacho que se le detenía por hereje; a la virreina y a sus hijos se les llevó al convento de San Bernardo.
          El hecho, además de la muerte del centinela, no dejó de ser muy violento porque algunas puertas de los alojamientos virreinales fueron derribadas a hachazos. La virreina fue soezmente insultada y algunas alhajas que estaban en un mueble desaparecieron. Se levantó un acta para asentar los bienes recogidos, objetos de oro y plata, dinero en efectivo en piezas de oro y documentos que amparaban préstamos a rédito por una cantidad superior al millón de pesos. En fin, lo que se recogió puso de manifiesto que la familia Iturrigaray supo aprovecharse de su situación para enriquecerse.

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